Torre Agbar

Constructivamente, consiste en dos cilindros de hormigón de planta oval en los que se apoya una retícula ortogonal de jácenas metálicas que soportan los forjados. El muro exterior se “pixeliza” según una trama de módulos aproximadamente cuadrados sobre la que se disponen los huecos de ventana, configurando una “caligrafía” condicionada solamente por la acumulación puntual de tensiones estructurales, la flexibilidad de las oficinas y la radiación solar, a la que se da respuesta con una densidad de perforaciones en el muro proporcional a la insolación correspondiente a las distintas orientaciones.

Siguiendo esta misma pauta, un recubrimiento metálico protege el edificio con una envolvente que varía gradualmente de color, arrancando en su base con tonos rojizos, terrosos como el suelo, y acabando en las plantas superiores en colores azulados como el cielo, con el que se confunde en un ejercicio de desmaterialización. Todo el edificio queda envuelto por una segunda piel de lamas de vidrio que matiza el color de la piel interior y lo mezcla con los reflejos del cielo y la luz del día.

El rápido crecimiento de la enigmática estructura perforada de hormigón y de su misteriosa piel sorprendió en un inicio a los barceloneses. Tras pocos años, sin embargo, el edificio ha pasado a convertirse en uno de las referencias arquitectónicas más reconocibles de la ciudad, imprescindible en cualquier representación de su skyline.